La Luna de Moscú

Relato erótico : Griego en la tormenta

Llevaba un rato en la cafetería esperándola. Ella solía entrar sobre esa hora cada día, a tomar el café. Era una catalana profesional de las de traje de chaqueta y tacón alto. Debía trabajar por allí cerca, aunque no sabía bien dónde. Bueno, en realidad no sabía nada de ella, solo que desde hacía días la veía llegar a la cafetería, alta, elegante, buen cuerpo y cara de ángel. Llevaba anillo de casada, y desde el principio me pareció una de esas chicas que, por su gesto, sabes que están mal folladas, que necesitan algo más. Nunca habíamos hablado, seguramente estaba fuera de mi alcance, pero me gustaba fantasear con ella.

Ese día llegó algo más tarde, el pelo más alborotado, quizás por la humedad. Estaba más mujer, más natural. Y yo noté cómo me subía una erección abrupta, de sopetón. Al poco rato empezó a llover y tronar, el agua encharcó las calles en menos de dos minutos y se fue la luz. Me acerqué a la ventana, el agua corría como un río, una barbaridad.

– Da un poco de miedo.

Me giré y ella estaba justo detrás de mí. No sé si me hablaba a mí o consigo misma, pero aproveché la ocasión.

– Es mejor esperar, salir así sería una locura.

Le sonreí y me devolvió la sonrisa, amplia, ojos limpios. Le indiqué con la mano si quería sentarse en mi mesa y ella lo hizo.

– Desde pequeña me dan miedo las tormentas. Mira, hasta me tiembla la mano.

Se la tomé entre las mías con cautela, esperando a ver su reacción. Como pareció cómoda, se la apreté cariñosamente.

– Tranquila, pasará en seguida. Hablemos un poco para distraernos.

Le conté a qué me dedico y algunas anécdotas para intentar que se olvidara de la tormenta. Me dijo que se llamaba Marta y poco a poco noté cómo se relajaba. Un relámpago nos cegó de repente y ella se estremeció. Sus ojos estaban asustados e incluso llorosos. Acerqué mi silla a la suya y le pasé mi brazo por el hombro.

– ¿Estás bien?

Pero no lo estaba, seguía temblando, tratando de disculparse por reaccionar de aquel modo. La luz volvió y la lluvia amainó.

– No quiero que pienses lo que no es, pero puedes venir a mi casa, está aquí cerca, hasta que te encuentres mejor.

Ella se mostró dubitativa.

– Si quieres te pido un taxi, no sé, solo quiero ayudar. Lo que tú necesites.

Me dijo que tenía el coche cerca, y que pedir un taxi era una tontería. Le insistí en que estaba demasiado nerviosa para conducir, así que finalmente accedió a venir a casa para pensar tranquilamente qué hacer.

Subimos y le preparé una tila. Sin la chaqueta pude ver mejor sus curvas. Sus tetas eran más bien grandes y su cintura estrecha. Me senté a su lado en el sofá y le aparté el pelo de la cara. Ella parecía algo asustada, pero fue quien inició el beso. Empezamos a acariciarnos la cara mutuamente y besarnos, de forma tierna y dulce. Su respiración fue haciéndose más ansiosa, y noté el deseo crecer en ella por lo que me lancé a desabotonarle la blusa. Acabamos completamente desnudos en la cama, después de comerle el coño en el sofá. Cuando ella iba aproximándose al orgasmo yo no la dejé llegar y fue cuando la llevé a la cama.

Antes de que me diera cuenta ella me estaba masturbando, yo arriba, ella abajo. Toqué sus labios vaginales y su clítoris, estaba empapada y aproveché sus fluidos en mis dedos para acercarlos a su culo. Abrió sus piernas, dejándome libertad para estimular su zona anal, con caricias y golpecitos primero. Estaba tan mojada que fue fácil introducir un dedo, luego dos. Ella jadeaba, gemía, mi polla tan húmeda que la aproximé sin más. Ella estaba abierta, entregada, así que la giré y pude introducir la punta, un poco. La chica era estrecha, el placer fue a más. Sí, lo hicimos, hicimos un griego. El más natural de mi vida, sin lubricante, sin apenas preparación previa.

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