Crucé miradas con la jovencita asiática por ¿décima? vez aquella mañana. Sonrojado, aparté la vista, pero ella me sonrió pícara y bajó la mirada hacia su móvil. Justo entonces, un mensaje hizo vibrar el mío.
“¿No puedes dejar de mirarme?”.
No tenía el número agregado, pero en cuanto levanté la cabeza y ella me guiñó el ojo, no me quedó ninguna duda de quién era el mensajero.
“¿Cómo tienes mi número?” fue lo único que se me ocurrió.
“Deberías tener más cuidado con los grupos en los que entras”.
Recordé que el día anterior nos habían metido a todos los novatos de la empresa en un grupo de WhatsApp para prepararnos para las jornadas de formación. Pero no había prestado ninguna atención a los participantes y ahora me arrepentía. Sin saber qué responderle, volví a levantar la vista, y esta vez no la aparté cuando ella me miró, sino que le sonreí desde el otro lado de la habitación. Mi móvil volvió a vibrar.
“¿Vienes a por un café?”.
¿Qué? ¿Ahora? Antes de poder procesar lo que quería decir, vi cómo se levantaba y salía, rozando mi hombro con sus dedos al pasar. Mis pulsaciones se aceleraron y toda la sangre me subió al rostro. Respiré hondo, conté hasta diez y salí tras ella, dispuesto a aprovechar mi oportunidad.
Nada más doblar la esquina, me cogió la mano y tiró de mí.
—¿No íbamos a por café?
—¿En serio te apetece un café? —respondió sarcástica.
No contesté, pero era evidente que no. Entonces, ella abrió una puerta y me arrastró dentro.
—¿De quién es este despacho? —pregunté, mientras me empujaba suavemente hasta dejarme sentado en la silla.
—¿Sólo sabes hacer preguntas tontas? —sonrió, sentándose a horcajadas sobre mí. Y antes de darme tiempo a responder, me besó, dejándome sin respiración.
Sentí cómo me mordía juguetonamente el labio, y nuestras lenguas se fundieron casi con ansia. Pasó sus manos por mi pelo y en respuesta, las mías se deslizaron por sus muslos hasta subirle el fino vestido. La agarré por las nalgas y la estreché contra mí, atraído sin remedio por el magnetismo de su cuerpo.
La jovencita oriental empezó entonces a moverse sensualmente encima de mí, frotando su ropa interior contra mi bragueta. Mi erección amenazaba con reventar los pantalones y yo me estremecía con cada roce. Se dio cuenta y se apartó, dándome tiempo a admirar a la jovencita delgada, de pequeños pechos e increíbles labios. Sin perder el tiempo, me desabrochó los pantalones y liberó mi miembro entre caricias.
Gemí, sintiendo cómo mi excitación crecía hasta límites insospechables. Aproveché para apartar sus braguitas, que acabaron en el suelo, y acaricié los ardientes pliegues de su vulva, provocándole un espasmo. Volvió a moverse encima de mí, el roce de nuestras pieles haciéndonos gemir y jadear. Se inclinó para mordisquearme la oreja y yo colé la mano por el escote de su vestido, acariciando con el pulgar su suave pecho y su duro pezón.
—Joder —susurró mientras empezaba a moverse más rápido.
Me sentía a punto de explotar, pero quería que el momento durase eternamente. De repente, ella paró y se apartó.
—¿Qué haces?—. Sonrió como pensando “otra vez las preguntas tontas” y sacó un condón del primer cajón.
Me lo puso sin dejar de mirarme a los ojos, con el rostro coloreado y la respiración acelerada. Entonces, muy despacio, intentando prolongar al máximo el placer, me montó. Una, dos veces, y yo ya estaba al límite. Pero ella también. Gemía mientras aumentaba la velocidad cada vez más, cabalgándome con los ojos cerrados.
De repente, todos los músculos de su cuerpo se contrajeron a la vez y los espasmos se sucedieron como olas lamiendo la costa. Un instante después de su orgasmo vino el mío, como una explosión incontenible en su interior.
Nos dejamos caer el uno en el otro, sudando y todavía jadeando. Pero antes de que pudiera hablar o siquiera ordenar mis pensamientos, ella se levantó y se volvió a poner las bragas con una sonrisa.
—Por cierto —dijo mientras se iba—. Este despacho es el mío.
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